No sé vosotros, pero yo hay días que llego a casa atragantada de tanta pasión que hay que poner en todo. Ese mantra social de que cada cosa que haces en tu vida debe de ser apasionante. Que yo no sé el grado de aguante pasional de cada uno, pero a mí tanta exigencia me deja agotada. Y claro, enseguida tienes al iluminado de turno repitiéndote que a ti lo que te pasa es que no pones pasión en lo que haces, que no lo haces con el corazón, que no te dejas el alma…
Pues qué queréis que os diga... ¡cuidad dónde os dejáis el alma! Si lo sano sería poder llevártela contigo siempre, que no digo que no.
Pero, la realidad es que hay circunstancias y personas devoradoras de almas ajenas y las opciones suelen ser escasas: o no volverte a cruzar con ellas o protegerte.
Y escapar a veces tampoco es una opción o no queremos que lo sea.
Así que, por si os sirve… yo hay sitios a los que ya directamente, el alma me la dejo en casa: resguardada, protegida y a salvo. Podemos aprender a no huir, a permanecer y sostener la incomodidad, pero de forma más saludable para nosotros, sin agotarnos, eligiendo cuánto corazón vamos a exponer y cuánta energía pasional decidimos gastar.
Porque lo que sí es prioritario, es nuestro auto-cuidado.
Como decía mi madre: “a veces hay que hacer las cosas aunque no nos apetezcan”. Pues eso… se hacen y punto. Sin pasión. Y no pasa nada.
Y la pasión para lo que te apasione, y el corazón para lo que te late y el alma para cuidarla, en aquello y con aquellos que la alimentan, engrandecen y ensanchan.
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