La necesidad de un alto rendimiento puede habernos enseñado a encapsular nuestras emociones,
para que no interfieran en la ejecución de una tarea. Parece bastante útil que si tenemos que lanzar un tiro libre decisivo ante un atronador pabellón, o interpretar un solo de piano ante un crítico auditorio o intervenir con un bisturí en una delicada operación, seamos capaces de focalizar nuestra atención en la tarea, abstraernos de estímulos externos y distractores y no dejarnos llevar por el miedo a fallar, la tristeza por una ruptura reciente,o el enfado por una discusión familiar.
¿Dónde está el problema, entonces?
El imperativo de seguir funcionando y cumpliendo objetivos por encima de todo, puede llevarnos a la evitación emocional, nos acostumbramos a posponer lo que sentimos y no encontramos momento para atender nuestro miedo, nuestra tristeza, nuestro enfado.
Nos acostumbramos a bloquear nuestras emociones, para que no “molesten”.
Viene a ser como desconectar la alarma anti-incendios cuando estás fumando. Si luego no suena, no quiere decir que no se te esté quemando la casa.
No atender ni dar un significado a lo que sentimos, es la primera fuente de problemas psicológicos. Y aunque la falta de contacto emocional puede ser en ocasiones, una decisión sabia, el exceso de regulación emocional nos limita el acceso a información afectiva crucial para nuestro funcionamiento en el entorno.
La sobre-regulación emocional puede generar nuevas emociones secundarias y desadaptativas, además de que puede desencadenar efectos rebote, donde la emoción acabe desbordándose con ímpetu y sin control.
La regulación emocional es atender a tus emociones, siendo consciente de ellas, reconociéndolas, y acercándote poco a poco, con una distancia adecuada, dando sentido a lo que sientes sin ser dominado por ello.
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