El otoño llegó sin permiso, como siempre, pero yo no lo sabía.
Una corriente de aire templado y cuando abro los ojos... un bosque antiguo, muy antiguo, de árboles que conocen la sabiduría de todos los tiempos y cuyas raíces se pierden en las profundidades de la tierra desde incluso antes de que se apartaran los océanos.
El musgo cubre las rocas y un secreto se guarda en cada uno de los nudos que se retuercen en las cortezas de los troncos.
El viento susurra lenguas olvidadas.
Camino descalza por el manto de hojas. Está húmedo y es agradable sentir un escalofrío a la vez que un poquito de calor de esos rayos que se cuela entre las ramas.
Cada hoja es un recuerdo, una historia de mi historia, lo que fue, lo que sentí, y ahora están ahí sosteniéndome, acompañando mis pasos. Cambian de color, se vuelven doradas, algunas se remueven, vuelven a posarse y me acarician.
Poso mi caricia en uno de los nudos del gran árbol que se impone en el centro, es rugoso y áspero y sin embargo, es como volver a casa, respirar el olor a madera y sentirme segura.
Algo cambia, está cambiando, percibo en cada célula de mi cuerpo el movimiento incesante, constante, inacabable, ensordecedor... de cada átomo del universo discurriendo sin fin, incontestable, imparable e imposible de ignorar, está aquí y sin embargo… el miedo es más pequeño ahora, siento mis pies sostenidos con firmeza sobre el manto dorado, me abraza el olor y el susurro del bosque, y ahora, me siento en calma.
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