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Historias de una corredora
Dejarse doler

Dejarse doler

Raquel González
21/6/24
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No hay peor lesión que la del alma.

Ni mayor resistencia a la curación, que no dejarse doler.

Y esto es así, para quien corre por montaña, se bate en combate o salta cada lunes desde un trampolín a las aguas del día a día.

Hoy me busco incesante la fibra dañada, la micro-rotura, la distensión muscular, estiro y contraigo, y focalizo mi obsesión en mi pisada, en la carga de mis piernas, en un crujir de la fascia, en la tensión de los músculos que se quiebran agarrotados ante los embates de una gravedad arbitraria que se crece en la rotura exponencial de las leyes físicas, y me sepulta a un abismo en el que resbalo, caigo y desaparezco. Todo es tan distinto a otras veces, tan contradictorio, tan lejano al fluir que acaricié en un sueño.

Me reseteo en cada entrenamiento y dibujo cómo sería, pero los trazos se vuelven vagos e inseguros, las series retroceden de la molestia al dolor y vuelvo a comenzar, , en una retroalimentación hecha del miedo a la ansiedad de sentir miedo, en un bucle sin fin.

Disecciono cada una de mis partes con precisión forense y por más que analizo, fracaso en la delimitación de daños, vuelvo a coserme sin esclarecer ni causa, ni móvil,ni fractura aparatosa, cierta y exacta que justifique esta parálisis. Y empiezo de nuevo, con la perseverancia y la tozudez aprendida y sucumbo, claudico y firmo mi rendición cada vez, agotada de mí misma, extenuada de tanto esfuerzo estéril, de valorar un sobre-entrenamiento, una sobre-carga, una demasía, un sobre-mí que cae como una losa de fatiga.

¿Qué es lo que sobra, lo excesivo?

Lo que de puro exceso, me fagotiza, desborda y se expande presionando, acaparando, inmovilizando, sin dejarme encontrar.

Estoy buscando en el lugar equivocado, estoy mirando sin ver, como al buscar lo que tenemos delante mismo, queda oculto a nuestros ojos por un pesado telón mental. Estoy despistándome removiendo la superficie, echando tierra, reduciendo mi espacio en círculos concéntricos, retorciéndome hacia dentro, plegándome.

Retamos a la montaña cuando cae la noche, nos batimos en kilómetros que enjuician la constancia de los sistemas de medida, nos abandonamos por pendientes y cortafuegos en un auténtico acto de fe, avanzamos en zonas escarpadas sin cuerda y seguimos adelante en pasos de no-retorno y sin embargo, nos aterra escudriñarnos dentro, donde palpita la herida, en el barro en el que flotan las vísceras y las quebradas de nuestros intestinos.

Miramos a otro lado, mientras nos vamos desangrando por los arañazos de las venas. Regresamos al campo base en cuanto nos falta el oxígeno y convertimos el deporte en una estrategia distractora más. Y seguimos corriendo, aun cuando todo nuestro cuerpo nos castigue en una queja continua que ignoramos en sus verdaderos motivos.

Entonces sí, correr es de cobardes.

Es como seguir entrenando rociados de calmantes, analgésicos y ungüentos, el café de la mañana y una dosis de antiinflamatorio, el hielo continuo, recetas y creencias que nos anestesian, distorsionan lo que percibimos, tapan, ocultan y nos impiden ver.

Nos abandonamos perdidos en nuestra mentira, sin dejarnos doler.

Hasta que nos rompemos.

Llega un día que por no dejarnos doler... se nos rompe el alma.

En este maravilloso binomio que somos, de mente y cuerpo, demasiadas veces nos empeñamos en separarlos, en olvidarnos de uno de ellos, arrinconarlo. El desequilibrio de las partes, hará tambalearse todo el sistema. Podemos avanzar trastabillando, doloridos, vacilando inseguros acuciados por los temores. Vivir con miedo.

O podemos atender y aceptar la plenitud de los que somos en todas sus vertientes, igual que nos enamoramos de los paisajes de líneas redondeadas y de los de montaña agreste. Igual que acogemos los tramos de vereda y también los de barranco, los kilómetros amables de manto mullido y los de piedra suelta. Recibimos las cómodas bajadas y también las verticales interminables que nos ponen a prueba y así nos abandonamos a la naturaleza en su totalidad, a su esencia, sus leyes y su poder.

Igualmente somos también nosotros hechos de zonas embarradas y sombrías, pasos aéreos en los que exponernos y entrenar nuestro vértigo, piedra rota. Aceptarnos en ellas igual que en el corazón que bombea, nos completa, da sentido e integridad a nuestros actos.

Correr nos alivia los pequeños avatares de algunos días. El deporte, el ejercicio físico,cualquier actividad de la que disfrutamos, es una mano tendida.

Y velar por nuestro bienestar mental, es un impulso en nuestro avanzar.

Cuerpo y mente establecen una relación bidireccional, se necesitan, se protegen, se cuidan y se complementan. No hay territorios. Lo que ocurra en uno, afecta en el otro y retorna. Si intentamos disociarlos, se rebelarán, fragmentándonos en placas tectónicas que irán sacudiendo nuestro ser desde los cimientos y hasta el último reducto.
Así como escuchamos nuestro cuerpo y sus partes dolientes, aprendamos a escuchar lo que dentro de nosotros está reclamando nuestra atención: los excesos de carga, de culpa, de miedo, los excesos de “debería”, de ingratitud, de control, lo no acabado, lo inconcluso, lo pendiente… las rupturas y las ataduras.

Antes de que la mente desconectada del cuerpo, haga quebrarse el alma...

Date permiso para sentir.

Raquel González
Psicóloga y deportista especializada en psicología del deporte.
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