Mi psicóloga me ha dicho que suba a una montaña y grite.
Y eso he hecho.
Regularme emocionalmente.
Porque las emociones son necesarias, todas, hasta las que nos resultan molestas. Nos habitan, aparecen y desaparecen e inundan nuestras orillas sin preguntarnos si es el momento adecuado. Y está bien así, mientras llegan las olas a nuestra playa, estamos vivos. Pero, no siempre nos va bien lo que sentimos y no sabemos qué hacer con ello. Podemos estar enfadados y rabiosos y queremos gritar.
Decía Unamuno que los hombres gritan para no oírse.
Esto es lo que pasa cuando el grito es la ira incontrolada que lanzamos a los demás porque estamos enfadados y no entendemos lo que nos está pasando. Aprendemos a auto-controlarnos, pero entonces la vida se nos convierte en una encerrona. Estamos muy enfadados y luchamos contra ello, nos hacemos expertos en “tragar” y en mostramos serenos cuando estamos hirviendo por dentro. Y al final nos quemamos… Volvemos el enfado contra nosotros mismos, y nos hacemos daño cuando no encontramos la forma de canalizar lo que sentimos.
¿Qué podemos hacer con nuestra emoción?
La regulación emocional es sentirnos enfadados, darnos cuenta, y ser capaces de expresarnos sin volver el enfado contra nosotros mismos o contra otros, o ser capaces de posponer la reacción del enfado para mejor momento.
Gritar libera endorfinas que ayudan a tolerar mejor el dolor y la frustración. No es casualidad que gritamos cuando sentimos dolor.
Si además lo hacemos en lo alto de una montaña, el ejercicio físico y el contacto con la naturaleza, ayudarán a la autorregulación. La respiración profunda oxigena los órganos y tejidos, generando sensación de bienestar que despierta los sentidos a opciones y soluciones creativas que la ansiedad no nos permitía ver.
Así que… sube a una montaña y… ¡Grita!
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