Será que nací en tierra de vinos, que pasear por las entrelíneas de los viñedos, me transporta a la calma.
Recorrer con la mirada la extensión de vides y no alcanzar a ver donde termina, y dejarme ir en esa embriaguez que provoca el infinito, algo así como la uva que recibiendo el sol, simplemente espera.
Cuento las hileras y me paro en cada rosal. Lo observo, lo huelo y con mucho cuidado, a veces, paso las yemas de mis dedos por alguno de los pétalos. Y noto la suavidad, el terciopelo, lo delicado y frágil y entonces comprendo su tallo de espinas.
Los rosales me despiertan una gran ternura.
Ahí están encabezando las líneas de cepas, como un mando delante de su regimiento o más bien su guía, el guardián de un espacio sagrado.
Protegiendo, cuidando.
Un rosal solitario frente a un campo de vides, cumple la importante función de proteger la cosecha, avisando de si padece alguna enfermedad. El rosal es más vulnerable. Si algo lo ataca lo mostrará antes que la vid, enseguida sus hojas se mancharán, sus pétalos se marchitarán y caerán. Son el síntoma temprano. Y entonces, el viticultor sabrá que algo no va bien. Y podrá hacer algo por proteger y salvar la añada.
El rosal de los viñedos se me parece al sistema de respuesta emocional de nuestro cuerpo. La ansiedad es nuestro preciado rosal. Es sensible a lo que ocurre alrededor, nos avisa y protege.
Cuando aparece la ansiedad, antes de arrancarla, observa. Escucha. Está ahí para decirte algo, para mostrarte lo que de otra forma no ves. La ansiedad no es tu enemiga. Puede ser tu guía para cambiar algo, para decidir qué quieres hacer de forma diferente.
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De rosales y de ansiedad
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